Vivimos en tiempos excepcionales, únicos, qué duda cabe. Todo lo que se dice y hace últimamente —desde los libros y ensayos que los medios de prensa publican hasta los premios, como el Nobel de Economía a Krugman, o la nacionalización de gran parte de la banca en Europa y Estados Unidos— apunta a que éstos son tiempos de cambio, de fin de régimen y de sistema. En efecto, en lo económico vemos cómo una teoría, la keynesiana, se juega sus últimas cartas, sus últimas balas. Los Estados, a ambos lados del Atlántico norte, están dispuestos a apostar todo su arsenal monetario y fiscal buscando darle pronta solución a esta crisis; pero mientras pasan las horas y los días, los indicadores que cuentan, y que son los que deben ir hacia abajo si un fin a esto se persigue, han decidido enrumbar hacia arriba. En las últimas semanas, el aumento en las tasas de interés en los mercados de deuda gubernamental, corporativa e hipotecaria les recuerda así a estos gobiernos que ya no pueden seguir recurriendo a las triquiñuelas monetarias del keynesianismo.
Pues bien, ¿cómo se llega a esta crisis que parece no tener solución? Llegamos a ésta gracias al monopolio que los bancos centrales tienen sobre la creación de dinero y al férreo control que ejercen sobre el mercado crediticio de corto plazo —pueden llamarle “tasa de referencia” o “fed funds” a la tasa de interés que controlan, el hecho es que así subyugan al mal llamado “libre mercado”—. (No son muchos los economistas que demuestran interés en saber que en Estados Unidos, de 1837 a 1862, no existió un control estatal sobre la emisión de dinero, la era de banca libre o “Free Banking”, y sin embargo ése fue el periodo de mayor crecimiento económico en el país del norte.) Bien: cada vez que un banco central crea de la nada, ex nihilo, un sol, un dólar o la unidad monetaria que sea, en esencia lo que hace es inyectar deuda en el sistema económico, la que a su vez es amplificada equis veces por la banca comercial en forma de créditos. Esta deuda adquirió un crecimiento exponencial en los últimos años, y ése es el origen de esta crisis. Los bancos centrales crearon cantidades astronómicas de dinero que los bancos comerciales amplificaron en forma cuasi infinita prestando a gente que no tenía ni los medios ni los ingresos para pagar esos préstamos, los que se usaron para comprar casas, autos y todo lo que la imaginación pidiera y el nivel de ingresos impidiera.
Pongamos este ejemplo para que se pueda entender lo insostenible de todo crecimiento exponencial en un mundo finito. Vamos a suponer que colocamos una gota de agua en el centro del campo de juego del Estadio Nacional. Si cada minuto que pasa duplicáramos esa cantidad, es decir, una gota el primer minuto, dos el segundo, cuatro el tercero, ocho el cuarto, dieciséis el quinto, treinta y dos el sexto y así sucesivamente, ¿en cuánto tiempo se llenaría de agua por completo el Estadio? ¡En una hora! Lo interesante es que es en los últimos cinco minutos en los que se llena el 80% que aún queda por llenar. Visto gráficamente este crecimiento tiene la forma de un palo de hockey.
Ahora bien, ¿existe alguna solución para esta crisis de deuda? Y si no la hubiese, ¿qué hacen los gobiernos tirando la casa por la ventana? ¿Podrán estarse jugando su propia existencia? Pongamos esta crisis en perspectiva: de las cerca de veinte que cuentan los historiadores desde la tulipmanía, en Holanda, en el siglo XVII (bien podría ser la primera), ésta es mucho más grande que todas las otras juntas. Lo diferente de ésta yace en ciertos aspectos indestructibles en su naturaleza. Véanlo así: toda crisis produce una dinámica por la cual los excesos en el sistema se eliminan, se purgan. Y eso, al igual que lo que sucede en el cuerpo humano, forma parte del proceso de curación. En economía estas purgas se llaman “bancarrotas”. Pues bien —y obviando el hecho de que éstas han sido declaradas ilegales en el sistema bancario—, la aparición de una serie de derivados financieros, entre éstos los CDS (Credit Default Swap), no sólo mantiene intacta la deuda original sino que la multiplica varias veces. La empresa ABC, entonces, puede quebrar e incumplir con el pago del principal en su emisión de deuda, digamos, unos $10 millones, pero para todos los bancos de inversión, hedge funds y aseguradoras que hicieron plata vendiendo estos CDS, la deuda original —que pudo haber sido multiplicada equis veces— sigue en pie, vigente. Esa deuda, cual zombi, no desaparece del sistema. ¿Y a cuánto llega el tamaño de este mercado de CDS? A unos 60 trillones de dólares, el mismo tamaño de la economía global —y aún nos queda un largo paseo por el mundillo oscuro e incomprensible de todos los otros derivados, que juntos alcanzan un tamaño que ya supera en 15 veces a la economía global. ¿De dónde salió todo ese dinero que engendró estos monstruos? (Ahora ya entiende por qué esto es demasiado grande para todos los Estados, y por qué podrían estarse jugando su propia existencia.)
Los planes de rescate financiero que han puesto en marcha los gobiernos en Europa y Estados Unidos bien podrían estar condenados al más abyecto fracaso, desde el momento que ninguno de éstos tiene en cuenta algo fundamental: el exceso de deuda en el sistema (estos planes se financian con más deuda pública y más “liquidez” —léase deuda—). Lo último que le hace falta al mundo es precisamente más de lo mismo. Un problema de inundación no se soluciona con más y más agua (¿podrán entender esto los burócratas?). La deuda global combinada, pública y privada, es de unos $100 trillones, que equivale a un 170% de la economía mundial. En Estados Unidos, poco antes del crack del 29, esta deuda ascendía a un 160% del PBI (hoy ya supera el 350%). No hay manera de saber en qué momento se llega a “ese” punto de saturación, de exceso sistémico, pero si el ejemplo de la gota de agua en el Estadio sirve de algo, el verse rodeado de burbujas podría ser una buena señal de la cercanía del final.
Los mercados globales sospechan la magnitud e insolubilidad del problema, y eso los lleva al pánico, a que se cierren. Pero los gobiernos están decididos a que la orgía crediticia siga, y por eso se las ingenian creando uno y otro programa, sacando uno y otro conejo del sombrero, cual Domingo Cavallo, el ex ministro de Economía de Argentina. Sabemos qué pasó con Domingo y sus conejos, ahora sólo nos queda ver qué pasa con los de Uncle Sam y sus amigos.
Ingenuamente creen los gobiernos que sus planes de rescate financiero pueden llevar la calma a los mercados, y deciden entonces “garantizar” los préstamos interbancarios, los depósitos en el sistema y hasta el aire que se respira. Pero ¿se puede garantizar el pago de algo sin los ingresos que lo respalden? Los pasivos de sólo corto plazo de los bancos comerciales en relación al PBI nacional indican que esto no sólo es imposible sino que podría pasar hasta por una broma de muy mal gusto. En Bélgica y Suiza la relación pasivos bancarios de corto plazo y PBI (léase ingreso nacional) es de casi tres a uno; en Islandia es de dos a uno; en Gran Bretaña es de 1,5 a uno; en Italia y Francia de 0,7 a uno, y en Estados Unidos de 0,15 a uno. Esos son los de corto plazo. Súmenle a esto los pasivos de largo plazo y ya se puede ir viendo por dónde viene lo risible de pareja “garantía” (“The world’s banks could prove too big to fail—or to rescue”, The New York Times, 10 de octubre de 2008).
Todo lo dicho en nada refleja el fracaso del “libre mercado”. No se puede afirmar que ha fracasado algo que nunca existió. Si algo ha quedado desacreditado, una vez más, es, precisamente, la intervención estatal en los mercados, la participación de los bancos centrales en el mercado monetario y los diez puntos del programa del Manifiesto Comunista de Karl Marx, quien, habiéndolos redactado en 1848, nunca imaginó que uno de éstos podría ser usado posteriormente como factor quintacolumnista en esta crisis financiera de proporciones bíblicas. El Manifiesto busca la destrucción del orden social burgués, el cual, luego de abolida la propiedad privada, será reemplazado por una sociedad sin clases ni Estado. Consta de un preámbulo y cuatro capítulos, uno de los cuales, el segundo —“Proletarios y comunistas”—, formula diez puntos de acción, que, una vez implementados, deben llevar a la transición del capitalismo al comunismo (saltándose en garrocha al socialismo). El punto cinco del Manifiesto es de lo más interesante, no sólo porque es la mejor descripción de las funciones de los quintacolumnistas bancos centrales, sino porque hasta ahora no se cuestiona qué hace esta recomendación comunista en una economía de supuesto libre mercado. Se debe crear un banco nacional, recomienda Marx, que monopolice la emisión de dinero y centralice el crédito. Pues bien, se monopolizó la emisión y ahora la crisis lleva a que los Estados se hagan del crédito. ¡Cuán orgulloso estaría Marx! Su odio visceral por la burguesía lo llevó a buscar el triunfo en la destrucción frontal de ésta, cuando en realidad el triunfo yacía en el trabajo clandestino, en la Quinta columna del general Mola, en el quinto punto de su Manifiesto.
por Charles Philbrook
Charles Philbrook es Director de Estudios Económicos, Datum Internacional, S.A. Philbrook reside en Lima, Perú.
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