Por Francisco Pérez de Antón
La libre prensa, se dice, promueve bienestar, abundancia y riqueza. Pero los medios de que se vale son injustos e inmorales. Sus fines pueden ser buenos, pero los instrumentos que utiliza son espurios y perversos.
¿De qué sirve entonces, podrían preguntarse sus partícipes, poseer liderazgo, capacidad de entrenamiento en la mejor de las técnicas económicas si los medios para ponerlas en práctica son vergonzosos? ¿Cuál es el objeto de ser eficientes si los instrumentos son inmorales?
¿Merece la pena seguir sosteniendo un sistema así?
Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta de sota, caballo y rey. Un sistema económico puede ser inmoral y funcionar bien. Puede ser moral y funcionar mal. Y en el peor de los casos puede ser, además de inmoral, ineficaz.
Las variaciones podrían ser numerosas. Pero si lo que se trata de analizar es el lado económico de un sistema social, no queda otra alternativa que calificarlo por su eficiencia para satisfacer las necesidades humanas. De una máquina de escribir no podemos esperar que lave ropa, ni que a un ciruelo le salgan aguacates. De igual modo, de un sistema económico no podemos esperar que broten santos. Un sistema económico es productivo y eficiente o no lo es.
Pero ¿qué es eso de la eficacia? ¿Cómo medir la eficiencia de un sistema?
Oigamos a Jean-Francois Revel:
«...un sistema económico eficaz no es un sistema que funciona acertadamente en un cien por ciento: es un sistema que (...) considerado en conjunto y durante un periodo prolongado arroja un balance positivo, con más éxitos que fracasos y menos inconvenientes que ventajas».
Por lo tanto agrega Revel, si el saldo a favor de la libre empresa fuera de un 51% el problema que se plantearía sería sencillamente el de cómo mejorarlo.
Muchos filósofos de la hora 25, sin embargo, parecen estar empeñados en derruirlo. Y ello muy a pesar de que los hechos han demostrado más allá de toda razonable duda que el sistema de libre empresa ha pasado con premio extraordinario la prueba del 51%. Lo cual no lo ha dicho sólo Revel. El propio Carlos Marx lo reconoció hace ya más de un siglo en su célebre Manifiesto.
Así es que en virtud de tan buen aval, no perderemos el tiempo rebatiendo la evidencia. La eficacia económica del sistema de libre empresa es muy superior a los demás sistemas conocidos y puestas en práctica. Lo damos por sabido y admitido.
Menos sabido y admitido, sin embargo, es que si el sistema de libre empresa resulta conveniente y deseable no lo es tanto por su eficacia económica como por su superioridad moral.
Aún más. Precisamente por ser un orden social moralmente superior es que da lugar a un sistema económicamente más efectivo. La libre empresa, en suma, debe ser juzgada por su compatibilidad con ciertos principios morales más que por sus meras características operativas. Son sus elevados valores, y no sus beneficios terrenales, lo que hace de ella un sistema superior.
Incluso en el supuesto de que su eficiencia fuera menor a la de otros sistemas.
Sin una fundamentación moral sólida, la libre empresa no es deseable ni permisible. Por muchas necesidades humanas que pueda satisfacer. Por mucha riqueza que pueda crear, Si sus medios no son justificables, sus fines serán siempre insostenibles.
No son esos fines, sin embargo, los que están en la mira de sus críticos. El cubileteo ideológico actual se juega en el terreno de los medios, tanto de los ético-jurídicos como de los económicos.
En el primer caso, la tarea ha consistido en vaciar, los tradicionales recipientes de la verdad, la paz, el derecho, la justicia y el estado, llenándolos con vino agrio y tratando de crear con él una diferente solera cultural. Los efectos de esta operación han sido la tergiversación de unos medios que la civilización habla conservado incorruptos por siglos. Pero el resultado no debe extrañarnos. Todo el mundo sabe que no se puede hacer vino del vinagre.
Los medios económicos, por su parte, han recibido un tratamiento parecido, pero quizá más recargado de sales y ácidos. De la propiedad privada, por ejemplo, se dice que no constituye un derecho natural, sino que además es injusta porque produce desigualdad. A su vez oímos que la división del trabajo deshumaniza, convirtiendo a los hombres en inanimados autómatas de las líneas de producción y que el mercado libre es indeseable porque pone los precios de los productos lejos del alcance de quienes más los necesitan. También la competencia es inmoral porque, en el afán de derrotar al competidor, extrae lo peor de cada hombre. Finalmente, tanto la función empresarial como las utilidades qué, son otros tantos medios aberrantes de un sistema social inicuo.
La conciencia, en fin, que no la ciencia, preside el tribunal que juzga la libre empresa.
La vida económica, sin embargo, no se desenvuelve en el vacío ético o en el cinismo moral. Rara es la acción económica que no merece una calificación ética, ni una conducta influida por la costumbre que no tenga consecuencias económicas. Pero es conveniente advertir que lo bueno, concepto central de la Ética, no puede sobrevivir sin el apoyo de lo verdadero, instrumento clave de la Ciencia Económica. Por lo tanto, siendo la verdad una condición necesaria para llegar al bien, ninguna conciencia ignorante puede estar capacitada para juzgar moralmente ningún sistema. Todo lo más que podrá hacer es soltar a la tarabilla juicios de valor sin ningún fundamento.
Nuestra tarea será precisamente demostrar que en el sistema social de la libre empresa, la verdad y lo bueno, esto es, lo económico y lo moral, convergen en singular armonía. Para ello será necesario definir con claridad sus fines, a la vez que justificar con precisión y coherencia Sus medios. Ello nos permitirá concluir que siendo la libre empresa un sistema económicamente más eficiente es, además, un orden social moralmente superior.
O dicho de otra manera los hombres pueden crear bienestar y abundancia sin dejar de ser virtuosos.
«El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según la razón procede por su propio movimiento, como quien es; y esto es propio de la libertad.
He aquí el grado supremo de la dignidad de los hombres: que por sí mismos y no por otros, se dirijan hacia el bien.»
He aquí el grado supremo de la dignidad de los hombres: que por sí mismos y no por otros, se dirijan hacia el bien.»
Santo Tomás de Aquino
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